"No tocar". L.L

Pensábamos en una mente desvinculada de los aspectos inmediatos del mundo, guiada por el constante despojo de aquellos asuntos convenidos como «trascendentes», pero frente a la cual no hay acontecimiento vano. Una mente muy cercana al estado puro, que se ha instalado o ha podido mantenerse (como una mente infantil, siempre azorada) en la experiencia sustancial de las cosas, capaz de gravitar en una órbita donde nada cede al dinamismo de las convenciones.

Sin embargo, esta mente que ha urdido la materia de manera espontánea, como el niño que empujado por una emoción incomprensible ha dado forma excepcional a la masilla de barro, no ha reconocido el mecanismo, ni mucho menos la finalidad que motivó a sus manos virtuosas. La expresión espontánea no posee la capacidad de ver desde afuera el proceso de la manipulación oscura que ha llevado a cabo, y por lo tanto, es improbable que pueda provocar de nuevo una forma extraordinaria. Si el procedimiento no se descubre ante los ojos del gran manipulador, es poco probable que se adopte un hábito del buen diseño, si es que tal cosa pudiera existir; los pasos que habrán llevado a la obra magnífica se hallarán sepultados bajo el poder de una fe enceguecedora. «Llega de tajo, en lo que a otros les cuesta la vida», diría un pensador antiguo al referirse al impulso creativo: cuando la mente, empujada por esa incontenible ira edificante, logra llegar a la obra, pero sin haber atendido el camino de ida; lo ha recorrido como una bestia poseída de una rara capacidad de ver en dónde se halla la presa agazapada bajo la bruma nocturna. No ha tenido que cuidar sus pasos, ni que guardar la proporción de sus fuerzas en terrenos peligrosos; no obstante, sus pasos, sin ver con claridad, han pisado exactamente donde tenían que hacerlo para volver a salvo, con la presa entre los dientes y sin haber derrapado por los barrancos. Ese fabuloso saber, esa memoria «de más» es lo que podríamos llamar «genio».

Y aunque la facultad de hacer tangibles los procesos que llevan hacia una obra mayor serían el primer paso de una improbable «conciencia creativa», el ajustar adecuadamente la complicada conjunción de sonido y sentido para conseguir el verso bello, el mezclar los colores justos que darán el efecto extraordinario, el tejer la matemática precisa de sonidos que estructurarán la monumental sinfonía, no serían el producto de algo así como una «razón creativa», sino de aquella intuición poderosa que hace la diferencia entre el puro esfuerzo acumulativo y el acto creador extraordinario, donde de algún modo todo está dado de manera perfecta.

Es sabido que Miguel Ángel rehizo de memoria una buena parte de los frescos de la Capilla Sixtina porque le parecieron defectuosos, que Jean Rimbaud escribió acaso el poema más bello del mar sin haberlo conocido, y que algunos enfermos de ezquizofrenia son de pronto sorprendidos por un misterioso impulso que les hace tomar la pluma y redactar frases deslumbrantes.

El hecho es que la mente no malabarea los elementos compositivos y los arroja ciegamente y al azar, para después admirar en la mancha resultante la plenitud de la gran obra. La mente posee un mecanismo que organiza y esculpe brillo por brillo hasta los más mínimos detalles de esa luminiscencia final.

Por suerte, ese mecanismo se mantendrá vedado ante los empeños y el morbo del afortunado ejecutante.

L.L.

 

Me encontré a José Lezama Lima en el sueño. Yo lo acompañaba calles abajo por algún suburbio de la ciudad de México, pues él se dirigía a dar una conferencia sobre el movimiento y el silencio. «La angustia es ese pájaro muerto que agoniza en un campo iluminado», me dijo; «La desesperación, ese viento inmóvil y sin ritmo que vuelve un hielo el movimiento de los árboles».

Anochecía, cerca de ahí había un parque y yo caminaba junto a Lezama que iba de traje negro y corbata. Como sé de su asma le pregunté si no estaba cansado; «Cada paso es como vencer a la marea», me dijo, «Yo no soy el que se mueve; en el cansancio me habita el movimiento». Luego yo le repliqué: «Yo pienso, o tal vez alguien dijo que son las cosas las que van a usted», y él me contestó: «Hay un ritmo que constantemente me recibe como esos campesinos a los que el amanecer encuentra semidormidos».

Después me dictó unos versos:

 

No soy yo el que revela

son las grafías vueltas cenizas

de una carta consumida por el fuego.

Nunca más guardaré silencio

el silencio provoca todos los desplazamientos.

 

Pasamos por el parque y vimos jugar a unos niños. Luego ya estábamos en el auditorio; yo era del público. El auditorio era como esos gigantescos cines antiguos y había poca gente. Alguien presentaba a Lezama y todos aplaudían, y él entraba lentamente del lado izquierdo del sueño (o del auditorio, para ser más preciso). Y Lezama comenzaba a hablar del movimiento y del silencio. Decía que la conversación creaba los desplazamientos y las rupturas, y que el viaje, tal y como lo había dicho Gilles Deleuze, era una falsa ruptura. Yo estaba junto a Tania (mi pareja) y apuntaba todo lo que Lezama decía. De pronto yo estaba en otro lugar del auditorio bastante más esquinado, mientras Lezama hablaba sobre todo lo que se desprendía de su apellido. Después Tania me decía:

«Dile que tú también eres Lezama».

Pero yo me esquinaba aún más, casi hasta ocultarme.

Ahí se acaba el sueño.

 

L.L.

 

 

Del remordimiento

08/15/2011

 

Dice Cioran que sólo el mar y el humo del tabaco pueden darnos una imagen del remordimiento. Un cuerpo difuso, sensual, que al ascender se disgrega; un cuerpo total, majestuoso, que a los sentidos se le presenta interminable.

Sin embargo, al pensamiento le es difícil hallar el verdadero motivo del remordimiento. Si el objeto de la causa de ese raro sentimiento se halla en el pasado, difícil resulta creer que la memoria lo traiga a cuenta para dar vida a un estado miserable. Nada debiera lastimar a distancia, pero la manía aprehensiva del espíritu se ha vuelto de tal modo astuta que no necesita siquiera de referentes para sumergirse en una total depresión. Al espíritu le ha gustado ya nadar de espaldas sobre sus propias aguas negras; le ha gustado desintegrarse dolorosamente por el aire, aunque de él nada quede. Sin embargo, el espíritu abre las puertas a un tipo de acción negativa que nos hace detonar uno de los grandes motores del evento creativo, pues el remordimiento «no resuelve nada, pero lo empieza todo». Más que la dicha, es el remordimiento metafísico, la idea que nos hace sentir el magnífico peso de todas las cosas; el peso mortuorio, el peso del cuerpo, presa de sí mismo, pudriéndose con el transcurso de cada segundo. Es así como esa «sensación sin causa», ese «satanás delirante», nos obliga a experimentar un tormento que nos implica formidablemente con la parte lacerada de todas las cosas; un tormento que se sitúa en un territorio ya muy cercano al límite de la existencia.

El que padece remordimiento de algún modo se siente terribemente responsable de los males del mundo, y por tanto, desintegrado por una culpa indescriptible, como lo es el mismo mar. No obstante, saca fuerzas de ultratumba para reconstruirlo todo (es acaso el afligido por estos disturbios el último héroe edificante). Es un Atlas que a punto del derrumbe, sigue soportando los pesares de la generalidad sufriente; es la mano que ya desprendida, sigue sintiendo, intacto, acaso magnificado, el trauma de la quemadura.

L.L.